Era un cubano gigantesco, de piernas y brazos fuertes. En casa siempre lucía lencería de satén, bodys de malla, y negligees con lentejuelas. Tenía los antebrazos llenos de piquetes de ketamina. Sabía de santería, música pop contemporánea y su lip sync en las fiestas era legendario.
Sara es católica, tiene 43 años y un gato que se llama Roberto. Casi todas sus muelas están picadas. Su cara está llena de marcas de acné de su juventud. Fue la oradora más premiada en preparatoria. Estaba enamorada de su primo Juan, que falleció por trabajar para un capo de la droga.
De sus amigas fue la primera en desarrollarse. Para los 10 años tenía un cuerpo curvilíneo de una muchacha de 16. Senos firmes y caderas anchas. Muchos muchachos le propusieron matrimonio antes de los 14. Pero a ella no le interesaba, en preparatoria empezó a salir con su maestra de historia, que estaba casada y tenía dos hijos.
A Eduardo, si algo sus papás le habían dado, era dinero. Estudió en las mejores escuelas de Monterrey. Obligó a dos novias a que abortaran. Y su madre, una mujer decidida, le pagó la vida a la sirvienta con tal de que su hijo adolescente y sin futuro, se echara la culpa luego de que Eduardo enterrara a Karen en el rancho.
Tiene 52 años, viene a mi casa de vez en cuando. Nos conocimos en un Sanborns. Siempre me trae dulces de leche. Mis amigos me dicen la mata viejitos, pero me cae bien, nos entendemos. Capta al instante una negativa y le gusta que lo cargue como si fuera un bebé mientras simula que ha dormido una larga siesta.
A Violeta la violaron entre tres. Su papá la corrió de la casa cuando se enteró que no era el único hombre en tocarla. Su mamá le dijo que qué otra cosa esperaba si salía a la cocina con sus pijamitas diminutas, las blusitas delgaditas y los pezones bien parados.
Sólo hacía el amor con música clásica de fondo, muy pomposo si a mí me preguntan. Los pelos de la espalda se le erizaban y me empapaba de sudor. Gotas grandes, gruesas, que me costaban días de baños profundos eliminar el olor.
Enfrente de su casa había una secundaria. Por las tardes sacaba la mecedora al porche con un vaso de limonada. Veía a las adolescentes pasar con una calma impasible. Cuando hasta la última alma despejaba la escuela, sólo entonces volvía a su casa. Y se masturbaba usando como inspiración la foto de Clara, su novia de la juventud, pero aún pensando en las piernas de las quinceañeras que acababa de ver minutos atrás.
Carmen tiene una banda de punk. Sólo va a lugares feministas y desdeña con todo su corazón a la gente que vive de un salario fijo, que compra membresías a gimnasios y básicamente a cualquiera que paga por servicios que la naturaleza te da gratuitamente. Carmen a veces no tiene que comer, pero sabe que el punk no ha muerto.
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