Una comezón a la altura del cóccix taladraba mi tranquilidad. El día era gris y tuve que cerrar las ventanas del cuarto cuando se empezaron a volar los papeles amontonados con precariedad en mi escritorio. Los ventarrones olían a tierra mojada, pero no llovía, quizá traían el petricor de otro lado de la ciudad.
Pasado el mediodía la comenzón se convirtió en un picor muy incómodo, me subí la bata por la espalda para reflejarme en el espejo del clóset. La zona lucía bastante roja e inflamada y en algunas partes se habían levantado finas capas de piel, cosa bastante normal dado que me había estado rascando febrilmente desde la mañana.
Apliqué un ungüento y salí al patio delantero. Me senté en la mecedora de mimbre que me regaló mi abuela.
El viento me hacía ondear el cabello alrededor de la cara, me secaba la boca y a momentos me hacía difícil respirar por la fuerza con la que pegaba, como cuando vas por la carretera a 120 km/h y sacas la cabeza por las ventanillas del coche, sin embargo no quería regresar a la soledad de mi casa.
Las copas de los árboles se mecían con cierta fiereza, lo que no hacía menos hipnotizante el movimiento.
Las copas de los árboles se mecían con cierta fiereza, lo que no hacía menos hipnotizante el movimiento.
A las cinco de la tarde ya no sabía qué era aire y qué era cuerpo, parecían haberse fundido con tanta naturalidad en el encuentro. Pero, a mi pesar, el picor del cóccix seguía aumentando, desesperada rasqué tan fuerte que pronto noté un surco que se había abierto en mi espalda.
Después de diez minutos había hincado profundamente las uñas y descubrí que fácilmente cabía un dedo por la abertura.
Quise sentir miedo o por lo menos alarma, sin embargo la incomodidad parecía venir de tan adentro que supuse que esta era la solución más viable.
Mi dedo urgó dentro de mi cuerpo, intentando encontrar la molestia. Pero un dedo no sería suficiente: desgarré con lentitud la herida y al índice le siguió mi mano entera.
Localicé el hueso de mi columna vertebral, al palparlo el picor se extendió hasta mi nunca, entonces no sentí nada más que un sordo ardor, poderoso, interminable fuego interior que anhelaba consumirme, tan voraz que no tardaría en extenderse.
Con la ventaja de tener ahora toda la mano dentro, agarre con precisión la parte final del gran hueso y de varios jalones fui extrayendo vértebra por vértebra de mi cuerpo. Escuché varias cosas desgarrarse, como gritándome que les dejara dentro el fuego, pero las callaba el alivio que sentía la quemazón por cada tramo de columna que sacaba.
Finalmente a un lado de la mecedora de mimbre, quedaron mis vértebras en una larga línea llena de sangre, piel y viscosidades. Ya no podía moverme, la cabeza me colgaba por un lado y el fuerte aire me hacía pestañear compulsivamente.
Pero un fuego y un ardor aún más poderoso que el anterior surgió de mi pecho. Para mi infortunio comprendí que la quemazón no provenía de mi espalda, sino de mi corazón.
Esta vez no tuvo compasión, rápidamente el fuego traspasó los órganos vitales, las puntas de mis pies estallaron en llamas, al poco tiempo lamía mis pantorrillas, subieron por la entrepierna y se intensificaron en mi ombligo entrando y saliendo, afuera y adentro, quemando y ardiendo.
Mis cenizas se colaron por los orificios del mimbre con el que estaba hecha la mecedora que me regaló mi abuela. El viento las arremolino en el piso de piedra y las levantó a la altura del sol. Entonces se esparcieron por todo Monterrey, por Santa Lucía, por el cerro de La Silla, en Apodaca, Guadalupe, San Pedro y Santa Catarina, en tu sopa, en tu ropa y en tu boca, ahí estoy.
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