Me gusta cómo te huelen las manos a naranja después de pelar una, me gusta ver cómo se te escurren las gotas de zumo, me gusta que hayan pasado horas y me acaricies la cara y te sigan oliendo a naranja los dedos. Me gusta verte comer la naranja, me gusta que todo se te resbale por las comisuras de la boca y que religiosamente no te limpies hasta que se te termine. Me gusta cómo cierras los ojos en cada gajo que engulles y a veces son dos y a veces son hasta tres.
Mi imagen platónica de una naranja viene contigo devorándola, no concibo a las naranjas sin ti. Yo creo que las naranjas vienen al mundo a ser comidas por ti y si el destino no es amable con ellas les toca el infortunio de ser el alimento de alguien más, de gente insulsa y banal que no se imagina el big bang al morder una naranaja.
Caminas por la casa y dejas tu olor a naranja, caminas en el campo y hueles incluso más natural que la hierba y el aire y los pájaros se posan en tus brazos y las hormigas se juntan en tus manos. Y pienso en lo bonito que es el color narnaja y su sabor y cuánto me gusta cómo te brilla la barbilla por el dulce de la fruta que se te escurrió.
Y me gusta recibirte con un juego de naranja, con pollo a la naranja, lomo en salsa agridulce de naranja, las gomitas de naranja que son nuestras favoritas. Y me pongo un vestido color naranja, a pesar de que eso requiere gran parte de mi autoestima, y me hecho detrás de las orejas loción de naranjo como la que usaba mi abuela.
Vienes llegando, bajas del carro, traes atravesado por el pecho el cordón de tu maletín del trabajo y entre las manos forcejeas con una cáscara de naranja, te deshaces de ella, al mismo tiempo que le das la primer mordida volteas y me miras y sonríes con la naranja aún en tu boca y sigues sonriendo al masticar y todo se vuelve a llenar de tu olor familiar.
Aspiro todo, aspiro lo más que puedo y pienso en lo mucho que me gusta estar aquí.
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