Dogbane Beetle

lunes, 11 de febrero de 2013

Puñetas


Me miro con simpleza, porque si, esos ojazos, también podían utilizar la indiferencia. Yo no lo creía, hasta que lo vi. Casi quise explotar, casi quise llorar, me contuve y suspiré. Me transporté al infinito, no quería estar ahí, quería estar en todos lados, en la guerra de Vietnam, la bomba atómica de Hiroshima, el temblor del ’85, cualquier lugar menos ese, pero irónicamente, los pies se me habían pegado al piso como con resistol 5000 y no tenía opción, por eso no me fui, por eso me quedé. ¿Han sentido como el corazón da una voltereta seguido de las ganas de vomitar y después te mareas, y te duele la cabeza y quieres vomitar más, pero te das cuenta que lo único que haz consumido en las últimas 36 horas son tres cajetillas de cigarros? Así me paso, me tragué mi bilis por no quedar en ridículo, respire profundo, pero oler su olor que ni era mío pero lo sentía como tal me dio más náusea. Me enfermó. Pues qué, hasta yo me puedo sentir mal ¿no?

Se volteó. Me volteé. Nada pasó.
Seguía con mis ganas locas de correr, pero ¿correr a dónde? ¿A dónde corres cuando las pretensiones son inmensas, las posibilidades pocas y te cosquillea un miedo en las plantas de los pies? ¿Saben de qué hablo? Si no, no importa, yo sí me entiendo, o al menos lo intento. Si en la habitación hubiera habido una pistola como invitándome y yo con estas ganas locas de matarme, todo habría sido fácil, el camino hubiera sido obvio, natural, casi predestinado. Y no, no había nada de eso, nada de nada y un cuchillo enterrado en mi zona abdominal me parecía bastante dramático. Y sucio. Nada que haya cortado betabel antes podía atravesarme, piel con piel, tripas sobre tripas y el esófago, menos el esófago. Todo sí, pero el esófago no, por favor.

Ya ni podía hablar, prendí otro cigarro, me dolía la parte izquierda de la cabeza, sentía mi cerebro carburar, y carburaba mal. Empecé a arrancarme cabellos desde la raíz, porque eso hago cuando no tengo nada que hacer y la situación me lo exige. Estaba exhalando tanto frío con esa cara de muerto que sentí ganas de ponerme un suéter. No un suéter cualquiera, sino uno de esos que usas cuando la temperatura es menor a los doce grados. Cuando sí hace bastante frío, pero aun así no es tanto. Quería decirle algo, algo como apiádate, cualquier súplica que le llegara a las entrañas. Entonces me pregunté si las tendría y si las tenía, que tan expuestas estarían y según la exposición cuanto tardaría mi palabra en penetrar. Y si penetraba, quería saber que tan captado sería mi mensaje, cuánta comprensión, cuánta empatía sería capaz de generar en su cara de muerto.

Había una canción, empecé a mover los pies, intentando llevarle el ritmo, no lo logré. Pestañeó por primera vez como en cuarenta minutos y la cara se me vino abajo. Al menos supe algo, si estaba vivo. Hay gente que se muere sentada, y con los ojos abiertos, con un porro en la mano y los zapatos puestos, si hay gente que se muere así, entonces, mi miedo era bastante comprensible. Pero muerto no estaba, ya que vi bien, si respiraba, cortito, a paso lento, pero haciéndolo. Quise agarrarle la mano, pero la quito. Lo miré, me miró. Había un desafío cruel en su mirada, o quizá sólo era una invitación, pero, invitación o desafío decía lo mismo: Lárgate.

Y juro por dios y mis dos abuelos muertos que eso quería precisamente, largarme. Se me cayó el vaso, y me miro con esa mirada exasperada que hacía cuando yo era muy tonta. Era de vidrio, y era transparente ¿algo podía salir peor? Todos sabemos la mala suerte que eso da. ¡Cómo si necesitara más!

Me hizo un gesto de desdén con la boca y acercó la escoba y el recogedor de metal, le dije que yo lo hacía, me dijo que no hacía falta, que así no se trataba a los invitados. Me reí con sarcasmo, lo notó. De repente ya no quise ser condescendiente. De repente mi desviación quiso aflorar y sólo de repente me dieron unas ganas de pegarle un chingazo y hacerle daño, porque no había otra manera, no existía otra forma, de provocarle algún dolor. Una lástima. Un castigo divino. Él recogía los vidrios, yo secaba el agua. Me corté las rodillas, pude jurar que dejó ese vidrio ahí, que calculó con su mente fría y rápida el preciso lugar donde yo me agacharía con el trapo y acomodó la vida, para que yo me cortara las rodillas. Si no me creen es porque no lo conocen, si no me creen es porque me conocen. También me corté las manos. Todo fue un accidente perfectamente planeado, lo vi en la orillita levantadita de su boca. Su boquita. Pendejo, te odio.

No hay comentarios: