Me miro con simpleza, porque si, esos ojazos, también
podían utilizar la indiferencia. Yo no lo creía, hasta que lo vi. Casi quise
explotar, casi quise llorar, me contuve y suspiré. Me transporté al infinito,
no quería estar ahí, quería estar en todos lados, en la guerra de Vietnam, la
bomba atómica de Hiroshima, el temblor del ’85, cualquier lugar menos ese, pero
irónicamente, los pies se me habían pegado al piso como con resistol 5000 y no
tenía opción, por eso no me fui, por eso me quedé. ¿Han sentido como el corazón
da una voltereta seguido de las ganas de vomitar y después te mareas, y te
duele la cabeza y quieres vomitar más, pero te das cuenta que lo único que haz
consumido en las últimas 36 horas son tres cajetillas de cigarros? Así me paso,
me tragué mi bilis por no quedar en ridículo, respire profundo, pero oler su
olor que ni era mío pero lo sentía como tal me dio más náusea. Me enfermó. Pues
qué, hasta yo me puedo sentir mal ¿no?
Se volteó. Me volteé. Nada pasó.
Seguía con mis ganas locas de correr, pero ¿correr a
dónde? ¿A dónde corres cuando las pretensiones son inmensas, las posibilidades
pocas y te cosquillea un miedo en las plantas de los pies? ¿Saben de qué hablo?
Si no, no importa, yo sí me entiendo, o al menos lo intento. Si en la
habitación hubiera habido una pistola como invitándome y yo con estas ganas
locas de matarme, todo habría sido fácil, el camino hubiera sido obvio, natural,
casi predestinado. Y no, no había nada de eso, nada de nada y un cuchillo
enterrado en mi zona abdominal me parecía bastante dramático. Y sucio. Nada que
haya cortado betabel antes podía atravesarme, piel con piel, tripas sobre
tripas y el esófago, menos el esófago. Todo sí, pero el esófago no, por favor.
Ya ni podía hablar, prendí otro cigarro, me dolía la
parte izquierda de la cabeza, sentía mi cerebro carburar, y carburaba mal.
Empecé a arrancarme cabellos desde la raíz, porque eso hago cuando no tengo
nada que hacer y la situación me lo exige. Estaba exhalando tanto frío con esa
cara de muerto que sentí ganas de ponerme un suéter. No un suéter cualquiera, sino
uno de esos que usas cuando la temperatura es menor a los doce grados. Cuando
sí hace bastante frío, pero aun así no es tanto. Quería decirle algo, algo como
apiádate, cualquier súplica que le llegara a las entrañas. Entonces me pregunté
si las tendría y si las tenía, que tan expuestas estarían y según la exposición
cuanto tardaría mi palabra en penetrar. Y si penetraba, quería saber que tan
captado sería mi mensaje, cuánta comprensión, cuánta empatía sería capaz de
generar en su cara de muerto.
Había una canción, empecé a mover los pies, intentando
llevarle el ritmo, no lo logré. Pestañeó por primera vez como en cuarenta
minutos y la cara se me vino abajo. Al menos supe algo, si estaba vivo. Hay
gente que se muere sentada, y con los ojos abiertos, con un porro en la mano y
los zapatos puestos, si hay gente que se muere así, entonces, mi miedo era
bastante comprensible. Pero muerto no estaba, ya que vi bien, si respiraba,
cortito, a paso lento, pero haciéndolo. Quise agarrarle la mano, pero la quito.
Lo miré, me miró. Había un desafío cruel en su mirada, o quizá sólo era una
invitación, pero, invitación o desafío decía lo mismo: Lárgate.
Y juro por dios y mis dos abuelos muertos que eso quería
precisamente, largarme. Se me cayó el vaso, y me miro con esa mirada exasperada
que hacía cuando yo era muy tonta. Era de vidrio, y era transparente ¿algo
podía salir peor? Todos sabemos la mala suerte que eso da. ¡Cómo si necesitara
más!
Me hizo un gesto de desdén con la boca y acercó la escoba
y el recogedor de metal, le dije que yo lo hacía, me dijo que no hacía falta,
que así no se trataba a los invitados. Me reí con sarcasmo, lo notó. De repente
ya no quise ser condescendiente. De repente mi desviación quiso aflorar y sólo de
repente me dieron unas ganas de pegarle un chingazo y hacerle daño, porque no
había otra manera, no existía otra forma, de provocarle algún dolor. Una
lástima. Un castigo divino. Él recogía los vidrios, yo secaba el agua. Me corté
las rodillas, pude jurar que dejó ese vidrio ahí, que calculó con su mente fría
y rápida el preciso lugar donde yo me agacharía con el trapo y acomodó la vida,
para que yo me cortara las rodillas. Si no me creen es porque no lo conocen, si
no me creen es porque me conocen. También me corté las manos. Todo fue un
accidente perfectamente planeado, lo vi en la orillita levantadita de su boca.
Su boquita. Pendejo, te odio.
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