Me acuerdo como perdimos la felicidad.
Discurrió en las laderas de tus huesos saltones. Brinqué por cada disco de tu columna vertebral y terminé comiendo hamburguesas en tu coxis. Fue fantástico. Encontrarme en la tensión de tus oblicuos y esos cuadros que se te marcan por flaco, no por el ejercicio. Entonces me caí hacia la resbaladilla de tus ingles y olí con mi propia nariz a lo que huele el amor, a sal, genital y sudor. Me encantó. Y seguí caminando, recorriendo tu cuerpo, asombrándome cada cuando. Investigando y saboreando. Y ahí comprendí que no había más regocijo que estrujarte la piel. No hubieron más razones, siempre me gustaron tus calzones. Y tú voz, que quiebra el cielo. Pero te pusiste de pie, mi diminuto yo cayó. Y vi mi saliva escurrir por tu cuerpo hasta los pies, y de ahí se perdía en ríos y viajes. Y te fuiste. Si despedirte, ni el último cigarro ni nada, ni algún agarrón de nalga, ni nada. Y así se fue mi dicha. Y así llegó la prisa, de someterme al yugo del arte y no salir jamás de ahí. No encontré felicidad ahí, pero me hallé a mí.
Aunque no sirva de nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario